Mientras el conflicto en Ucrania avanza, ya sea por la guerra o por los problemas que está generando en la propia Europa, desde aquí vemos alarmados como los precios suben y suben, el grano, los combustibles, el gas, la electricidad… Y nos empieza a preocupar el precio de los granos que, de repente nos hemos enterado que estaban llegando en buena medida del granero de Europa que es, o más bien era, Ucrania.
La globalización permite que se diseñen unos planes según los cuales algunos países pasan a ser el centro de la producción de determinados alimentos, o energías o cosas… sin darnos cuenta que situaciones como la actual pueden hacer tambalearse no un país, sino un continente entero.
Ucrania ya fue el granero de la antigua Unión Soviética cuando en realidad era un país cuya superficie no llegaba al 5% de la antigua URSS, y en estos momentos estaba siendo el principal productor de trigo y muchos otros granos como el maíz (de ahí la polémica del aceite de girasol en los supers) para toda Europa. Pero por si no lo sabemos nuestro país es capaz de producir todo el trigo que necesitamos aunque preferimos, o más bien prefieren los directivos de las grandes cadenas de consumo, comprar grano a precios de risa antes que comprar grano a nuestros productores a precios… simplemente dignos. La guerra, una vez más, nos muestra todas nuestras vergüenzas y muchas de ellas, ocultas tras un estado de relativa tranquilidad, ahora… han saltado por los aires.
El sector ecológico ve las cosas de forma muy diferentes, los granos de nuestros panes por ser ecológicos, basan su precio en la dignidad de sus productores, sean nacionales o extranjeros, pues hay que saber que algunos de los granos ecológicos también vienen de Ucrania, y de China y del norte de África, de producciones ecológicas que piensan en el futuro de la tierra, en el futuro de sus gentes y que basan sus relaciones comerciales en la equidad, como ocurre en países del Sur con los productos de Comercio Justo por ejemplo.
Vienen meses en los que asistiremos a subidas de precios generalizadas, en los que posiblemente nos enfrentaremos a ver en las estanterías de nuestros supermercados las cosas con precios mucho más cercanos al valor real de las cosas, pues tenemos que decir que vivimos una distopía en relación a los precios que hace que se vendan productos muy por debajo del valor de producción de los mismos y esto, con guerra o sin ella, tampoco es sostenible.
Ucrania va a dejar de exportar durante un tiempo, muchos de sus cultivos, de sus agricultores, de sus infraestructuras, van a verse diezmadas. Habrá llamamientos a apretarnos el cinturón, como ya se ha hecho con la energía y quizá descubramos lo que cuestan las cosas, el valor y el sabor de los cereales nacionales, el sabor y el valor de los aceites de oliva, la necesidad de comer menos fritos y quizá también de comer más sano y natural, pues ese pan que se elabora con esos granos que llegan de tan lejos muchas veces ni es pan ni es nutritivo ni es nada.
Miramos a Ucrania con dolor, miramos a Ucrania con incertidumbre, miramos a Ucrania con la sospecha de que se está cayendo también uno de los pilares de una globalización que muchas veces demuestra no ser ni tan fuerte, ni tan efectiva ni tan eficaz. Miramos y sentimos cómo lo que ocurre en un país que hasta hace poco no situábamos en el mapa nos influye a todos, nos duele y nos afecta a todos y a todas.
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